Me senté en aquella esquina a fumarme un cigarro mientras
observaba la vida pasar. Vi a maridos frustrados saliendo de bares y sentándose
en un banco a respirar un poco para que se les pasara la cogorza antes de subir
a casa con sus respectivas mujeres. Tenían la mirada triste y los ojos
cansados. Sus manos sujetaban las llaves del hogar y su camisa estaba holgada,
el cinturón aflojado y sus penas dando vueltas en la cabeza. Recuerdo que
nuestra mirada se cruzó y sólo pude pensar que me querían decir algo. Hice caer
la ceniza y dejé que el humo me señalara a una anciana que venía con bastón y
el típico carro de la compra que suelen llevar las personas mayores. Me sonrío
naturalmente mientras intentaba no tropezar con los surcos de las baldosas y a
continuación me dirigió un “¿Qué tal?” en forma de saludo, sonreí pero no
contesté. “¿Qué tal?” me pregunté a mí mismo y no supe responderme. Estaba
jugando con el humo de mi boca y noté el calor del agobio que me produjo esa
pregunta. Esa sensación de claustrofobia psicológica cuando crees que estás
atrapado en una etapa de tu vida y tienes que tomar una decisión porque sabes
que las cosas deben cambiar. Miré al suelo. Gris. Lleno de chicles pegados y
pisoteados por miles de historias. Así me sentí, pisoteado y pegajoso. Cómo si
mi odio no pudiera paliar lo que se me venía encima. Cómo si ya no hubiera amor
en mí. Opaco. Una sombra en medio de la noche, un libro de poesía satírica en
una estantería escondida dentro de la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos:
30 millones de libros, más de 61 millones de manuscritos... ¿Quién iba a
buscarme? ¿Quién iba a querer sátiras habiendo sonetos? ¿Quién se iba a acordar
de mi existencia? Estoy lleno de polvo y mis páginas tienen casi dos décadas
pero sólo existí casi un lustro. O me ayudo yo o no me ayuda nadie. Observé mi silueta
en un escaparate y me di cuenta de que la ceniza del cigarro había inundado el
filtro así que lo tiré y cayó en un charco, dónde la luz del Sol reflejaba
hacia mí y no pude apreciar las nubes en el suelo. Entre mi mirada y el agua
estancada se cruzaron dos cosas: la silueta de unas piernas interminables y mi
subconsciente montándose una película con ellas. Miré su cara, reflejaba
seguridad y soberbia pero a la vez dulzura. Era guapa y lo sabía. Nos dejó atónitos
y tuve que hacer un esfuerzo para que no se me abriera la boca. Por un momento
olvidé toda la angustia de la que mi mente se había apoderado y sentí celos de
las manos de aquel hombre capaz de hacer sentir a esa mujer. Yo también podría,
pero a veces las oportunidades son escasas o ninguna. Hoy sé que mis problemas
llevan tacones y carmín en los labios, tal vez un pantalón de pitillo y unos
ojos expresivos. Tras esta conclusión me decidí a levantarme para volver a las
cuatro paredes que encierran mi caos mientras no paraba de darle vueltas a todo
este asunto.
"Sólo me entienden los que sienten"
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