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domingo, 10 de junio de 2012

La gota está vacía, aquí dentro ya no llueve.


No fueron ni una, ni dos, ni tres veces; fueron demasiadas. Cansa y agota. Estremece. Es como la gota que cae sobre tu cabeza pero que se desliza poco a poco por tu frente haciéndote cosquillas pero molestando, que sigue el curso de las curvas de tu tez dibujando cada arco del rostro; la gota que quieres apartar de tu cara pero que sabes que aunque no lo hagas acabará precipitándose por tu barbilla y cayendo al suelo, por lo que da igual que la quites o no, acabará desapareciendo. Es algo natural y original. Es algo único. El volumen de la gota disminuye mientras corre, a la vez que gana velocidad dejando una huella húmeda que tarde o temprano borrarás. La gota palpita y cae. La gota se hunde en el aire y estalla contra el suelo. Se rompe y salpica. Y tu rostro… Tu rostro se seca, una vez más. Como ocurrió con las miles de gotas anteriores, como sucede siempre, como jamás quise que terminara. Es de tontos darle tanta importancia a una gota cuando hay miles, ¿Verdad? Todos sabemos lo que ocurre cuando una gota te cae en la cabeza, el problema es que esta gota no era de agua… Era de amor y de odio, de orgullo y de humildad, de rencor y de afecto, de noches estallando cariño y de muchas otras perdiendo los papeles contra el colchón. Contenía alegría y sonrisas invertidas. Me marcó, me hizo grande y me hizo minúsculo. A veces no podía ni entrar por la puerta, pero son cosas de adolescentes.

La gota está vacía, aquí dentro ya no llueve.


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